María de Buenos Aires

jueves, 12 de agosto de 2010

Casuales casualidades: El caballito perdido


Esta foto en el sulky-como se llamaba en la época- me trajo recuerdos imborrables. Me la tomaron en la vereda de la calle Cerro Largo, enfrente a lo que hoy es el Palacio Peñarol. Las sombras que se ven de telón de fondo, eran casas que fueron demolidas para construir el edificio. Yo tenía cuatro años, mi caballito había sido un regalo de mi madrina y a mí me encantaba. Iban a pasar muchos años para que llegara a leer absolutamente embobada, “El caballo perdido” de Felisberto Hernández. Éste fue el mío y ahora me permite comenzar a hilar mis recuerdos.

Yo me quedé en el duro “insilio” .Estudiar durante la época de la dictadura uruguaya no fue fácil. Además del terror de andar de noche por las calles, estaba el drama de “rendir” los extenuantes exámenes. En el año 1979, me faltaban pocas materias. De las académicas una era Literatura Uruguaya, con un programón capaz de desalentar al más entusiasta. La Licenciatura no concluía con ella pero al menos me podía sacar esa obligatoria, para luego pasar a las prácticas docentes y preparar algunas pedagógicas que también tenía pendientes. Una carrera de cuatro o cinco años, me llevó algunos más, porque-obligada por las circunstancias- tuve que trabajar en una actividad que no tenía nada que ver con las letras.
Literatura Uruguaya era una materia reglamentada, podía preparar y rendir un examen, pero lamentablemente, mi profesor-cosa muy común en la época- había sido destituido del último lugar de trabajo que le quedaba. Se llamaba Juan Freifogl y era un gordito bueno. Probablemente se había opuesto al régimen imperante y lo borraron, primero de los puestos oficiales, y luego de los privados. No lo volví a ver nunca más. Siempre me quedó ese sentimiento desgraciado de no haberle podido decir, sinceramente, que había sido muy bueno, que nos había dado montones de ideas para seguir adelante, y que sus alumnos de esa difícil época, lo habíamos querido mucho. Ese año, no di el examen reglamentado.
Justamente, -casual, casualidad- el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras- el viejo IFICLE, lugar donde estudiaba-hizo un seminario sobre Felisberto Hernández, y de esa manera, me acerqué a un autor uruguayo que en ese momento era casi prácticamente desconocido.
Por un libro que escribió Nora Giraldi, supe que Felisberto Hernández había vivido en la misma calle que yo: Petain; y que una simpática vecina conocida en el barrio por “Doña Ronga” era su hermana. Le pedí al arquitecto Óscar Barrios, que me la presentara. Barrios era el constructor y propietario del apartamentito que alquilábamos de recién casados, pero más que un propietario era un amigo singular. Su familia también era amiguera. Cuando ahora, viviendo en la pituca y ruidosa Punta Carretas, veo a los vecinos de enfrente sacar orgullosamente sus “cuatro por cuatro” sin siquiera mirarme ni saludarme, me acuerdo melancólicamente de mis idolatrados Barrios.
Por medio de mi querido Don Oscar, conocí a Deolinda Hernández y a su casita “Laboremus”. Deolinda me prestó todos sus libros, por lo tanto, leí a Felisberto de punta a punta. Además, tuve una información testimonial de primera mano.
Pero yo había quedado “huérfana de profesor de Literatura Uruguaya”, por eso, le pedí ayuda a mi profesor de Didáctica, Roger Mirza, puesto que, obligada por los cambios en el Instituto, la opción que me quedó para aprobar la materia académica pendiente, fue la de preparar un trabajo monográfico.
Lo presenté el 29 de diciembre de 1980. Me tocó una mesa examinadora, donde-lamentablemente para mí- Mirza no fue convocado como miembro integrante. Los tiempos eran caóticos también en el Instituto y mi apreciado gordito Juan había sido sustituido por una víbora maldita que no sabía ni dónde estaba parada, pero que- por supuesto- disfrutaba mucho de su nueva condición de “profesora universitaria”. Los otros dos miembros del tribunal, eran también recién llegados. Obviamente, no habían visto mis borradores, ni conocían nada de las peripecias del proyecto. Aplacé de cabeza. Para mí fue una experiencia muy negativa. Pocas veces había sido reprobada en mi vida de estudiante, y cuando lo fui, esas circunstancias me dejaron recuerdos imborrables. En este caso, particularmente, lo consideré una reverenda injusticia, ya que la tesina había sido controlada por un profesor competente. Yo había leído todo lo que había publicado Felisberto Hernández, gracias a los préstamos de Deolinda Hernández, y a partir de esa lectura, me pareció que por su condición de concertista y de escritor el “objeto piano” debía tener su propia relevancia. Por eso, me dediqué a ver cómo se transformaba en la obra, en virtud de los avatares del protagonista. Logré-con una alegría difícil de describir- darme cuenta de las transformaciones que se operaban en el piano felisbertiano de acuerdo a las peripecias del protagonista, y escribí con entusiasmo sobre esas comprobaciones, pero mi trabajo no fue entendido. Es más que seguro que los integrantes de la mesa no habían leído todo lo que había leído yo, y por lo tanto, les faltaba información. Recuerdo que la gorda infame me dijo al final:
-Mirá, lo mejor que podés hacer es analizarte un cuentito y escribir el comentario como para que te lo entienda el lechero.
Quedé muy triste pero trabajé de nuevo con la ayuda de Mirza -todo el verano- y en el siguiente período de febrero lo aprobé con calificación 4/6.
Los estudiantes que habían seguido el consejo de comentar “un cuentito y escribirlo como para que lo entendiera el lechero”, aprobaron 6/6.
Otra arista felisbertiana: nunca logré publicar la tesina. Pasaron más de treinta años. La modifiqué un montón de veces de acuerdo a otros tantos parámetros exigidos, pero no tuve suerte. Prácticamente esa circunstancia me hizo sentir en carne propia la angustia de Felis, recorriendo los pueblos del interior, parándose en los mostradores de los clubes, preguntando por alguien que tuviera interés en financiar sus conciertos, y yo a su lado, buscando denodadamente quien quisiera darme una mano para la publicación de mi trabajo.

Desde ese momento, me prometí tres cosas: que divulgaría a Felisberto, que sería Licenciada en Letras- contra viento y marea- , y que enseñaría Literatura, evitando concienzudamente ser una hija de puta.

Continuará

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Lei tu "caballito perdido" y transmitió mucha emoción. Como pequeñas cosas y grandes piedras en el camino nos llevan a tomar decisiones tan grandes.
Pero tambien me dió mucha emoción saber que mi padre, Juan Freifogl, pudo aportar su granito de arena para ello. Si hay algo que le gustaba era eso!

Alfa Segovia dijo...

¡Recién hoy, 8 de mayo del 2011, también con mucha emoción leí tu comentario! Me alegró mucho saber que te enteraste de lo que significó en mi vida- y en la de otros muchos estudiantes de la difícil época de la dictadura- tu padre, el profesor Juan Freifogl. Fue-indudablemente- una figura señera que marcó nuestras carreras en muchos aspectos positivos.Gracias a él, termíné mi Licenciatura, pude ser profesora y llegué-incluso-a jubilarme tratando siempre de no herir sensibilidades estudiantiles-
¡Felicitaciones por haber tenido el papá que tuviste!

Anónimo dijo...

También tuve a Juan como profesor de Literatura del 87 al 89 más o menos. Inolvidable!!!!!!!!!!!! Un profesor que marcó mi vida!!!! Una mirada potente que te decía que iba a sacar lo mejor de vos aunque tuviera que dar la clase vestido de soldado romano!!!!!!!!!!! Genial!!!!!!!!

Gabriel Vallarino dijo...

También fui alumno de Juan Freigfold, un gran tipo, me alegra que otros lo hubieran conocido. Falleció hace años. Dejo un recuerdo imborrable en mi.