María de Buenos Aires

lunes, 11 de octubre de 2010

La abuela Elivia



En otro capítulo me referí a mi abuela postiza, la tana Lucía. Esta vez voy a traer a estos “memorios” a la única abuela que conocí, la madre de mi padre. Se llamaba Elivia Segovia, y era oriunda de los pagos de Treinta y Tres. Había tenido hijos que llevaban su apellido. Les llamaban “hijos naturales”, por lo cual los habidos en matrimonio, si los hechos lingüísticos fueran simples serían los “artificiales”. Pero todos sabemos cómo y cuándo se usan los eufemismos, esos algodones verbales que disimulan situaciones penosas.
Yo era muy chica para andar preocupándome por esas cosas, y cuando crecí y “supe” a mi padre nunca le pregunté nada, porque “de esas cosas no se hablaba”.
La abuela Segovia, cuando no pudo trabajar más de peona de estancia, se vino para Montevideo donde se ganaba la vida con dos habilidades manuales muy apreciadas en la época: lavaba y tejía “para afuera”.
Era una mujer de ojos verdes y cabellos de color castaño oscuro. Podía haber sido atractiva en su juventud, para mí era simplemente, la abuelita.
Vivía en un apartamento de bajos con patio grande donde estaba su útil número uno de trabajo: una antigua pileta de hormigón. La abuela Elivia olía siempre a lavanda. Siempre terminaba los lavados con un enjuague que preparaba ella misma con esas flores. Todo su apartamento se impregnaba con ese olor a limpio que salía de la ropa. Mi madre me llevaba a pasar el día y para mí era una verdadera fiesta, porque la abuela me había “agenciado”- y este término es de ella- una tinita de lavar con su correspondiente tablita de madera y a mí me encantaba jugar con agua. Me daba pequeñas cosas y yo, imitándola a ella, me hacía unos lavados sensacionales, empapándome absolutamente toda de pies a cabeza. Lavar en la tina de juguete era uno de mis juegos predilectos. La abuela Elivia me gustaba porque hablaba “distinto”. Cuando terminaba la tarea del lavado, sacaba unas sillas al patio y me decía: “Vamos a echar un vintén de prosa”- y eso significaba que íbamos a conversar. Cuando los pañuelitos y medias que yo lavaba se secaban me decía: “¡Ah Tololo!” Y yo intuía que con esas palabras ponderaba mi labor como lavandera.
Otra cosa que me gustaba mucho era ir con ella a entregar la ropa perfumada a las casas señoriales. La ropa la acondicionaba en una paquete enorme que ponía en una sábana impecable a la cual le ataba las cuatro puntas. El paquete lo colocaba en un equilibrio increíble sobre su cabeza, y así marchábamos las dos a “entregar”. En las casas ricachonas nos recibían por la puerta de servicio-que generalmente daba a la cocina- donde nos atendían encopetadas empleadas uniformadas. Alguna amable me ponderaba el color de los ojos o los bucles rubios. Mi abuelita indefectiblemente contestaba: “¡Es bien ruana, mismo!” ¿A quién habrá salido?” Y se reía de la ocurrencia. A mí no me afectaba para nada ni lo que decía ni como lo decía, porque la abuela era querible, y nada malo podía provenir de ella. Después de muchos años, cuando fui a Treinta y Tres y señalé en el campo a un caballo “rubio”,- provocando las carcajadas de los paisanos que me escucharon-, supe que ese “color” era el famoso “ruano”.
Otra cosa que la abuela sabía hacer maravillosamente bien era tejer. Hacía unas primorosas “mañanitas” de crochet que vendía a buen precio.
Para almacenar los pagos de sus lavados y sus tejidos usaba un pañuelo donde ponía billetes y monedas y le ataba las cuatro puntas-como a los paquetes de los lavados-. La alcancía era su opulento sostén. A mí me tejía buzos o me hacía delantalitos con bolsillo central y yo-copiona siempre- también tenía mi propio pañuelito-monedero aunque me faltaran muchos años para tener una alcancía tan opulenta como la de ella.
Con la abuela Lucía, aprendí que el camino de la conquista de un hombre era sexo, estómago y corazón; con la abuela Elivia aprendí tan bien a lavar que recién el año pasado, compré mi primera lavadora.
Hasta hace unos años tuve una pulsera con monedas de plata “de época” que valían veinte centésimos cada una, que se apodaban “chanchitas”. Yo le tenía mucho cariño porque esas monedas eran el producto de mis ahorros “pañueriles”. La pulsera era recuerdo de mi abuela Elivia, la que olía a lavanda. Lamentablemente, un ladrón que robó en mi casa se la llevó. Pero lo que no se pudo llevar fue el recuerdo imborrable de la abuela Segovia que hoy rescato en este “memorio”.