María de Buenos Aires

domingo, 29 de mayo de 2011

Memorios de "Aprendo a leer"




Este recuerdo que hace tiempo me ronda, acudió como una memoria de las múltiples prácticas docentes que empleé para incentivar la lectura y la expresión oral y escrita en español.
Como ya muchos saben, mis últimos veinte años de docencia directa, los dediqué a una institución internacional donde había alumnos de diferentes nacionalidades. Enseñé todos los niveles, y pasé por muchas vicisitudes; desde los que llegaban sin una palabra de español, a veces con una furibunda negativa a aprenderlo- actitud que me entristecía muchísimo hasta que supe las motivaciones psicológicas que la provocaban- hasta los niveles más avanzados que se presentaban en los exámenes de Lengua y Literatura del prestigioso programa “Advanced Placement” de los Estados Unidos.
Las clases eran-habitualmente- “multilevel”- es decir que estaban integradas por alumnos que tenían diferentes niveles de conocimiento del idioma.
En estos casos, hay que trabajar como lo hace un “maestro rural”,- varios grados al mismo tiempo y en el mismo lugar-. No es fácil, y el que ha hecho la experiencia lo sabe, pero, con diferentes estrategias prácticas que se van aprendiendo e inventando,- más que nada esto último- se pueden lograr resultados asombrosos.
Esta práctica que ya no recuerdo de dónde saqué, me dio muy buen resultado, por eso la evoco con afecto:

De tarea, cada alumno tenía que traer a clase un “objeto” que hubiera tenido algo que ver con alguna experiencia positiva o negativa en la niñez, y hacer -según el nivel-, una descripción o una narración.
La posibilidad de expresar gustos y disgustos, sentimientos y afinidades, en todo ser humano, pero más aún en los llamados alumnos de “terceras culturas” juega un rol importante, porque se han mudado de lugar tantas veces, que les resulta difícil reconocer de dónde son, a qué mundo pertenecen, dónde están sus afectos, y cuáles son o van a ser los que van a mantener de por vida. Para vencer posibles resistencias, como “no conservo nada de la infancia, mis cosas están en otro país, no tengo nada importante, regalé todo cuando me mudé” o “I hate Spanish!”... -que son algunas de las respuestas posibles-, previamente, “modelé”. Llevé uno de mis objetos “importantes” -elegido especialmente para la ocasión, sin decir si era “preciado” o “detestado”-, y hablé de él y del motivo por el cual había permanecido en el recuerdo.
Empecé mostrándolo, dejando que lo observaran, lo tocaran, lo abrieran, lo “curiosearan”. Uno de los alumnos- de los más resistentes a hablar en español- me dijo: “Ms. Stanley: It is an old book”.
Sí, le contesté- es un viejo libro; no tan viejo como yo, pero casi.
Yo hablaba español durante toda la clase contra viento y marea, ya que tenía y sigo teniendo la convicción de que lo mejor para aprender un idioma es “sumergirse en él”, evitando-en lo posible- las traducciones.
- Un viejo libro que fue el primer libro escolar que tuve, continué explicando.
De a poco sentí que el relato les iba interesando. He aquí una especie de “reconstrucción”:

Hace muchos años, cuando empecé el primer año escolar, en la escuela de monjas Niño Jesús de Praga- que ya no existe más-, tuve menos juegos y rondas. Allí me dieron este libro para aprender a leer.
La práctica me aburría bastante porque en la Jardinera de la Scuola Italiana,donde iba anteriormente, ya había aprendido a juntar letras de madera y armaba palabras que leía sin dificultad. Para mí, aprender a leer fue como aprender a respirar. Lo hice de manera espontánea y sin darme cuenta. Apenas empecé a saber que la “b” con la “a” daba “ba”, y así sucesivamente, me pasaba leyendo en voz alta todo lo que veía a mi paso. Al principio, despacio, pero no tardé en adquirir velocidad porque mi madre me proporcionaba unos preciosos libros de cuentos con dibujos de colores y letras grandes, y dejaba que al final del día - que era la hora que disponíamos para nosotras dos- se los leyera. Le parecía divertido que lo hiciera. A los cinco años, me pasaba leyendo y la lectura se convirtió en mi compañera predilecta. A los seis años, leía todo lo que había para leer en la casa. No siempre “lo adecuado y políticamente correcto”, porque pasaba muchas horas sin real vigilancia. Mi maestra de primer año, la señorita Felicia, una solterona emperifollada con túnica almidonada, no me permitía “leer de corrido” y quería a toda costa que hiciera lo mismo que las otras niñas que no habían tenido ninguna práctica anterior.
El libro era muy especial. ¿A quién se le habría ocurrido eso de: “Yo amo a mi mamá, mi mamá me mima, yo mimo a mi mamá”? Y ¿”Susy se asea?” El verbo “asearse” no era de uso común; más bien nos lavábamos o nos bañábamos. Y “¿Ese oso se asa”? Yo conocía y leía muchas historias de ositos, pero no de “osos que se asaban”. En las últimas lecciones, aparecía una “carta a la abuelita”, donde el niño contaba las últimas “novedades” en su aprendizaje. Yo también escribí una carta final contando mis peripecias en ese primer año; pero no se la di a la señorita Felicia,-estaba cansada de que me pusiera en mis composiciones: “No deben ayudarte tus padres”- sino a mi abuelita Elivia, que se rió mucho con mis ocurrencias. Fue mi segunda lectora entusiasta. (La primera, obviamente, fue mi mamá.)

Al otro día, los alumnos trajeron sus “objetos personales” y hablaron sobre ellos. Hubo objetos tanto o más singulares que el mío.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Gracias, Maestro Ernesto Sabato



Gracias por sus obras, por estar siempre en el lugar y tiempo correcto, por haber renunciado a la Física para hacer Literatura dejando el laboratorio Curie, por haber sido el esposo de Matilde y un padre estupendo de dos hijos –uno de ellos lamentablemente perdido en un terrible accidente de tránsito-.
Gracias también por haber venido al LATU de Montevideo, donde tuve la oportunidad de verlo y oírlo -con la suficiente maldita timidez que me caracteriza, que me impidió acercarme, pero con la alegría de tenerlo ahí nomás, a pocos pasos, escuchando sus sabias palabras siempre certeras-.
Pero por sobre todas las cosas, gracias por su obra, en especial, por sus ensayos; sin lugar a dudas por los que escribió en su libro “Apologías y Rechazos” que tanto bien me hizo en épocas difíciles, cuando era una estudiante de Letras que trataba de salir a flote, chapaleando a duras penas con un sueldito de morondanga, estudiando los fines de semana, durante las vacaciones, y hasta en los ratos del viaje en trolley desde la Ciudad Vieja- donde tenía un humildísimo empleíto administrativo-, hasta el antiguo IFYCLE ( Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras), (actualmente Universidad Católica, donde pude concluir la primera Licenciatura-).
Ese libro suyo, “Apologías y Rechazos” me dio la suficiente fuerza como para vencer las adversidades que se me cruzaron en la dura vida estudiantil, en pleno período dictatorial. La dictadura no era únicamente impuesta por los militares sino también por civiles más severos que las llamadas “autoridades de facto”. ¡Cuántos buenos profesores de la época fueron expulsados y sustituidos por otros que no tenían nada más que la virtud de haber acatado sin protesta la absurda imposición! ¡Cuántas zozobras para poder leer y divulgar todo lo que estaba absolutamente prohibido! ¡Hasta el dulce “Perico” de Juan José Morosoli, fue injustamente “sacado” de las lecturas explicadas que podíamos utilizar! ¡Cuánto maltrato sufrido en aras de una “purga” brutal por motivos pura y exclusivamente represivos! ¡Cuántos horrorosos programas kilométricos “nos comimos” para satisfacer a los mandos de turno!
En “Apologías y Rechazos”-tengo la primera edición de 1979- encontré un consuelo inusual en un ensayo que usted tituló: “Los males de la educación”. En un artículo que escribí hace años para presentar en un congreso, argumenté- en base a sus ideas- lo siguiente:
“Muchos docentes continúan creyendo que el joven debe leer obligatoriamente a los clásicos o a los autores “difíciles” y por eso sostienen que es necesario que permanezcan en nuestros programas de estudio como una exigencia sin opción de cambio. Nosotros tenemos nuestras serias dudas. Cuando las hemos planteado a algunos colegas tradicionalistas hemos provocado furibundas réplicas y no pocos nos observan como suponemos que los famas deben observar a los cronopios. Felizmente, algún genio contemporáneo ha acudido en nuestra ayuda y leyéndolo hemos recobrado el aliento y la fuerza para sostener nuestras ideas. Por ejemplo: Ernesto Sábato, en un ensayo sobre los males de la educación donde señala la cantidad de títulos de libros y autores de un programa kilométrico que un chico debe leer dice: “El resultado lo conocemos, casi jamás el profesor corriente puede llegar a los últimos capítulos, o como se dice en la jerga: “no puede desarrollar el programa” con lo que el chico se queda sin conocer a los escritores contemporáneos que son los que mejor podrían hacer prender en su espíritu el amor por la literatura, porque son los que le hablarían en el lenguaje más cercano a sus angustias y esperanzas. Motivo por el cual habría que enseñar la literatura al revés, empezando por los creadores de nuestro tiempo, para que más tarde el alumno llegue a apasionarse por lo que Homero o Cervantes escribieron sobre el amor y la muerte, sobre la dicha y la esperanza, sobre la soledad y el heroísmo.”
¡Cuánta verdad en sus palabras, Maestro! A través de los años, usted me siguió convenciendo absolutamente sobre todo lo que puede aportar la buena literatura- la suya, por ejemplo, me habló en “el lenguaje más cercano a mis angustias y esperanzas”. Por eso me impulsó a seguir estudiando, a no desmayarme, a no colapsar, pese a todas las adversidades contra viento y marea.
¡Cómo no le voy a estar agradecida!
¡Descanse en paz, querido Maestro Ernesto Sabato*!

*Así, -sin tilde- firmaba él su apellido