María de Buenos Aires

viernes, 17 de diciembre de 2010

"¡Viejo barrio que te vas!"



Elegí este título para comenzar el “memorio” de esta semana porque lo voy a dedicar al tema de la metamorfosis barrial-de alguna manera hay que llamarla-. Advierto que me voy a quejar, así que si no quieren leer lamentos, no sigan leyéndome.
Hace quince años que vivo en Punta Carretas. Cuando llegué al barrio, aún tenía encantadores vestigios de hermosura en sus callecitas, que se beneficiaban de ese “no sé qué”, en sus rincones dormidos y en sus casas antiguas. Prácticamente ya no queda nada de eso.
Al lado de mi edificio construyeron un hotel que ha destrozado nuestra calidad de vida con ruidos de todo tipo, pero especialmente los que provienen de los aparatos colocados en la azotea. Para nuestra mayor desgracia, vivimos en el último piso; -el único afectado-, por lo cual no tenemos ningún apoyo vecinal. La Intendencia, también nos dejó absolutamente huérfanos con un expediente que concluyó con una resolución desfavorable. Hay un decreto que – según los ingenieros y arquitectos que laboran en esa institución y también en la Facultad de Ingeniería- indica que los decibeles a los cuales estamos sometidos durante todo el día-12 horas consecutivas- “se ajustan a los niveles tolerables”. Hicimos todas las gestiones posibles para convencerlos de que “tolerable” es un concepto sumamente subjetivo sobre todo porque lo que nos perturba la calidad de vida, es un pito en el oído durante doce horas, pero nuestros reclamos no fueron atendidos de manera eficiente.
El famoso decreto que la Intendencia y la Facultad toman como implacable disciplina inamovible, autoriza niveles de sonido muy superiores a los que marca la Organización Mundial de la Salud.
A mi esposo le ha deteriorado de manera lamentable- y pido a los religiosos que rueguen por él- nada más y nada menos que la salud física y mental.
Lo único que nos queda es esperar con fe, porque: “toda tortilla se da vuelta” y “no hay mal que dure cien años”. Además a título personal, también puedo usar este blog-cuyo nombre completo es: “Memorios y memorias de casos y cosas”-, para “descargarme” comentando este “caso”.
La Intendencia de Montevideo no ha obtenido el éxito deseado con el famoso plan que se promocionó en la campaña electoral como el “buque insignia” es decir: la ciudad limpia. Basta darse una vueltita por cualquier barrio-el mío por ejemplo- para ver la mugre acumulada afuera de los contenedores con un olor nauseabundo y las cagadas de los perros-y de los seres humanos- por todos lados. Pese a la declaración de “esencialidad”-tan comentada a favor y en contra, y el acatamiento a medias del gremio- no hay que ser el mago Mandrake para darse cuenta de que ADEOM simplemente se “repliega” para tomar más impulso y seguir haciendo paros sorpresivos dejando a la ciudad-y a los ciudadanos- a merced de las enfermedades y las ratas.
A estas dificultades que les comento, se le suma una profunda tristeza al ver cómo caen las hermosísimas casas con personalidad, en virtud de un “desarrollo de valor inmobiliario” que no se sabe a ciencia cierta a quién va a beneficiar. Por el momento no veo que el tal florecimiento económico favorezca a los desposeídos. Pese a todos los augurios de bonanza, lo que queda a la vista son únicamente espinas. Los “sincasa” duermen en el portal de la iglesia de Nuestro Sagrado Corazón, o en el del teatro La Candela, o entre los transparentes del Club de Golf, o abajo del puente de la calle Sarmiento que atraviesa Bulevar Artigas, o en todos los lugares de la ciudad donde puedan instalar un colchoncito viejo y algunas mantas. Eso sí, las casonas siguen cayendo para dar paso a más y más edificios nuevos. La pregunta es: ¿De quién son y para quién son estas construcciones nuevas? Evidentemente no son para nosotros ni para alojar a los “sincasa” sino para los adinerados que llegan al país ávidos por concretar pingües negocios.
Hace muchos años, allá por 1930, los artistas Víctor Soliño y Ramón Collazo, compusieron una canción que hizo época y que se convirtió en un clásico de la música uruguaya: “¡Adiós mi barrio!” La melancólica despedida era al viejo barrio Sur que también fue en esa época la víctima de “la piqueta fatal del progreso”. La canción tiene notables estrofas de poesía popular, por ejemplo:

El boliche ha cerrado sus puertas
ya no hay risas, ni luz, ni alegría
y en la calle ruinosa y desierta
sopla un viento de desolación.
La piqueta fatal de progreso
arrancó mil recuerdos queridos
y parece que el mar en un rezo
demostrara también su emoción.

Les dejo para escuchar-y pensar-: “Adiós mi barrio” en la versión memorable de “Los Olimareños”.



jueves, 18 de noviembre de 2010

Un personaje típico: "El tortero de Punta Carretas"



A veces, cuando se ve la pobreza, la miseria, los sin casa con sus colchones a cuestas durmiendo en cualquier portal que no tenga rejas, en la calle, o en las puertas de los teatros y de las iglesias, cuesta creer que este país fue formado por personas trabajadoras, dedicadas a múltiples actividades, que procuraron educar a sus hijos en el afán del progreso en base al esfuerzo personal arduo y sin pausa. Aún quedan algunos así, son pocos, pero deberían servir de ejemplo para que los pedigüeños trataran de valerse por sí mismos y no siguieran en las esquinas, con un seudo trabajo de “artistas callejeros” o “limpiavidrios”, porque eso no es trabajo, sino una mendicidad disfrazada. Pero claro, eso se aprende en un hogar donde los padres sean los primeros educadores en la cultura del trabajo, la calle-lamentablemente- tiene otros códigos muy difíciles de cambiar sin una política adecuada.

Hoy me voy a referir a un típico trabajador a la usanza antigua, que todos los días, sale con su carrito a vender sus exquisitos productos por el barrio Punta Carretas. Todo el mundo lo conoce, por el apelativo de “El tortero de Punta Carretas”. Tiene un pregón que se oye desde mi sexto piso, y que convida a bajar lo más rápido posible para comer sus delicias:
“¡Tortas fritas! ¡Tortas fritas! ¡Calentitas y crujientes las tortas fritas! ¡Café, café, calentito el café! ¡Bizcochuelo de naranja!” Esto último lo pregona cuando se le terminan las deliciosas tortas fritas, porque todo el mundo acude a comprarle: los porteros de los edificios, los obreros de la construcción, los “tacheros” que están en sus paradas esperando viajes, y, por supuesto, los vecinos.
De lunes a viernes, sale incansablemente con su mercadería y su carrito, alrededor de las cinco, cinco y media de la tarde.
Es un hombre muy simpático, de sonrisa fácil, y de conversación agradable. El carrito donde porta las mercancías es tan simpático como él.
Hace un tiempo le dije que iba a escribir sobre él en este blog. No sabía lo que era “un blog” pero la idea de ser parte de un artículo escrito sobre su persona lo entusiasmó y cada vez que me veía por la calle me preguntaba:
¿Cuándo me va a hacer el reportaje?
Pues bien, ¡Aquí está! ¡Promesa cumplida!
El tortero de Punta Carretas, trabajador “de los de antes”,-educado en la escuela del sacrificio-, se llama Roberto Aníbal Furtado García. Nació el 27 de marzo de 1936.Es oriundo de San Gregorio de Polanco, Tacuarembó. Su familia supo tener fortuna, y también ¡cómo no! supo perderla; por eso tuvo que trabajar desde los nueve años. Fue empleado de la antigua compañía de ómnibus ONDA que recorría la república con sus unidades caracterizadas por el galgo en su carrocería; también trabajó en la fábrica de tejidos de punto Cachemiria. Pero como es un trabajador incansable, criado en esa cultura del trabajo que tanto falta ahora, él, con sus setenta y cuatro añitos cumplidos, sigue aportando a la familia, recorriendo el barrio con su carrito de delicias. Siempre está de buen humor, siempre sonríe, es un ejemplo como personaje típico de hombre hacendoso que ha confiado siempre en su esfuerzo personal para salir adelante. ¡Y lo sigue haciendo maravillosa y deliciosamente - digamos también la verdad!
¡Gracias tortero de Punta Carretas por su buen humor, por sus exquisiteces, y por su apego al “laburo”! ¡Necesitamos muchos más uruguayos como usted para salir adelante!

lunes, 11 de octubre de 2010

La abuela Elivia



En otro capítulo me referí a mi abuela postiza, la tana Lucía. Esta vez voy a traer a estos “memorios” a la única abuela que conocí, la madre de mi padre. Se llamaba Elivia Segovia, y era oriunda de los pagos de Treinta y Tres. Había tenido hijos que llevaban su apellido. Les llamaban “hijos naturales”, por lo cual los habidos en matrimonio, si los hechos lingüísticos fueran simples serían los “artificiales”. Pero todos sabemos cómo y cuándo se usan los eufemismos, esos algodones verbales que disimulan situaciones penosas.
Yo era muy chica para andar preocupándome por esas cosas, y cuando crecí y “supe” a mi padre nunca le pregunté nada, porque “de esas cosas no se hablaba”.
La abuela Segovia, cuando no pudo trabajar más de peona de estancia, se vino para Montevideo donde se ganaba la vida con dos habilidades manuales muy apreciadas en la época: lavaba y tejía “para afuera”.
Era una mujer de ojos verdes y cabellos de color castaño oscuro. Podía haber sido atractiva en su juventud, para mí era simplemente, la abuelita.
Vivía en un apartamento de bajos con patio grande donde estaba su útil número uno de trabajo: una antigua pileta de hormigón. La abuela Elivia olía siempre a lavanda. Siempre terminaba los lavados con un enjuague que preparaba ella misma con esas flores. Todo su apartamento se impregnaba con ese olor a limpio que salía de la ropa. Mi madre me llevaba a pasar el día y para mí era una verdadera fiesta, porque la abuela me había “agenciado”- y este término es de ella- una tinita de lavar con su correspondiente tablita de madera y a mí me encantaba jugar con agua. Me daba pequeñas cosas y yo, imitándola a ella, me hacía unos lavados sensacionales, empapándome absolutamente toda de pies a cabeza. Lavar en la tina de juguete era uno de mis juegos predilectos. La abuela Elivia me gustaba porque hablaba “distinto”. Cuando terminaba la tarea del lavado, sacaba unas sillas al patio y me decía: “Vamos a echar un vintén de prosa”- y eso significaba que íbamos a conversar. Cuando los pañuelitos y medias que yo lavaba se secaban me decía: “¡Ah Tololo!” Y yo intuía que con esas palabras ponderaba mi labor como lavandera.
Otra cosa que me gustaba mucho era ir con ella a entregar la ropa perfumada a las casas señoriales. La ropa la acondicionaba en una paquete enorme que ponía en una sábana impecable a la cual le ataba las cuatro puntas. El paquete lo colocaba en un equilibrio increíble sobre su cabeza, y así marchábamos las dos a “entregar”. En las casas ricachonas nos recibían por la puerta de servicio-que generalmente daba a la cocina- donde nos atendían encopetadas empleadas uniformadas. Alguna amable me ponderaba el color de los ojos o los bucles rubios. Mi abuelita indefectiblemente contestaba: “¡Es bien ruana, mismo!” ¿A quién habrá salido?” Y se reía de la ocurrencia. A mí no me afectaba para nada ni lo que decía ni como lo decía, porque la abuela era querible, y nada malo podía provenir de ella. Después de muchos años, cuando fui a Treinta y Tres y señalé en el campo a un caballo “rubio”,- provocando las carcajadas de los paisanos que me escucharon-, supe que ese “color” era el famoso “ruano”.
Otra cosa que la abuela sabía hacer maravillosamente bien era tejer. Hacía unas primorosas “mañanitas” de crochet que vendía a buen precio.
Para almacenar los pagos de sus lavados y sus tejidos usaba un pañuelo donde ponía billetes y monedas y le ataba las cuatro puntas-como a los paquetes de los lavados-. La alcancía era su opulento sostén. A mí me tejía buzos o me hacía delantalitos con bolsillo central y yo-copiona siempre- también tenía mi propio pañuelito-monedero aunque me faltaran muchos años para tener una alcancía tan opulenta como la de ella.
Con la abuela Lucía, aprendí que el camino de la conquista de un hombre era sexo, estómago y corazón; con la abuela Elivia aprendí tan bien a lavar que recién el año pasado, compré mi primera lavadora.
Hasta hace unos años tuve una pulsera con monedas de plata “de época” que valían veinte centésimos cada una, que se apodaban “chanchitas”. Yo le tenía mucho cariño porque esas monedas eran el producto de mis ahorros “pañueriles”. La pulsera era recuerdo de mi abuela Elivia, la que olía a lavanda. Lamentablemente, un ladrón que robó en mi casa se la llevó. Pero lo que no se pudo llevar fue el recuerdo imborrable de la abuela Segovia que hoy rescato en este “memorio”.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Mi abuela postiza: la nona Lucía



Mis compañeras sacaron de la memoria recuerdos familiares, la abuela Rosa, la infancia, la educación sexual. Yo tengo más recuerdos recuperados sobre las casuales casualidades, Felisberto, Jorge Cuque Sclavo, El Hachero, mis profes…. Pero hoy, voy a tomar por un sendero similar al de ellas. No puedo emular a Malu porque yo conocí a una sola abuela, la madre de mi padre, y no me quedaron fotos de ella, y de la abuela materna hubo alguna vez una foto, pero se perdió en las mudanzas. Por eso, este fragmento de memorios se va a nutrir de otra manera.

Hace unos días. Haciendo mandados por el barrio, encontré unas fotos tiradas en la calle. Evidentemente, habían estado en portarretratos porque lucían un aspecto antiguo pero no totalmente descuidado. Probablemente algún hurgador les sacó los marcos y desechó las imágenes.
Me dio pena encontrarlas así, tan desvalidas, sin nadie que las exhibiera orgullosamente en las casas. Por eso, decidí escribir este memorio decorándolo con una de las imágenes. Como yo no conocí a mi abuela materna, supongamos que esta señora desconocida representa a mi abuela postiza, la madre de mi madrina, de quien tampoco tengo fotos, pero sí muchos recuerdos gratos.

La nona Lucía era italiana y había venido al país con su esposo Stefano.
Stefano vivió en Uruguay trabajando día y noche, como solían hacerlo los emigrantes, pero un día, lamentablemente, tuvo un infarto y Lucía quedó sola con una numerosa prole para criar. Los hijos varones más grandes salieron a muy temprana edad a trabajar de canillitas-vendedores de diarios- y ella quedó a cargo de un hotel de emigrantes o sea lo que se llamaba en la época, una pensión, con los más chicos y las niñas. En total eran nueve. Muchos de los varones fueron músicos. A las hijas las fue casando una a una, en lo posible con otros tanos o hijos de tanos. Su política con las hijas mujeres era muy clara; cuando algún “gavilán” se acercaba a alguna dando vueltas en una ronda que se llamaba “dragoneo” la que salía a la puerta era la abuela Lucía que entablaba un diálogo más o menos así, según lo que ella misma contaba:
-¿Osté de dónde e’?
Ahí el pescado “in fraganti” declaraba, de tal o cual lugar. Si era italiano, mejor.
¿Y qué hace todo’lo día por acá?
Otra vez, el pobre contestaba, que le gustaba tal o cual de las muchachas etc. Apenas tenía el nombre de la cortejada la llamaba a la puerta y les decía a los dos:
-Buono- ahora osté’ viene lo’ día’, marte’, jueve’ e sábado; de 9 a 10; por un tiempo…… Depué’ la bambina se prepara pa’ casarse. Nada de calentá siya por mucho tiempo … ¿Capishe?
Así me relataba cómo había hecho para casar a “las muchachas”. Obviamente, para que ninguna de ellas apareciera con ninguna “sorpresa” antes del casorio, realizaba una cobertura de vigilancia que ya la quisiera tener actualmente el Ministro del Interior.
Sus consejos eran también sumamente prácticos, y no tenía ningún reparo en dármelos.
-¿Vo tené algún dragón? Me preguntaba cuando yo andaba por los trece o catorce años.
-Va bene. Vo, de acá pa’ rriba decá que toque nomá –señalaba la zona del pecho…..- pero de acá pa’bajo ¡nada! Decía enérgicamente señalando las adyacencias del vientre, mientras yo me ponía de todos colores.
- Depué’ que se case. ¿Oíte? Depué’ que se case,-figlia mia- enfatizaba- que toque todo lo que quiera ante’ ¡No! y largaba una carcajada sonora.
-“Niente, niente, niente” ante’ de casarse ¡no! Era la consigna.
Otro consejo- que tenía un tono similar – a su peculiar modo, claro, se refería a la conquista del hombre. Más bien al “hacerse querer” que es al fin y al cabo, lo que una más aprecia en la vida.
Al hombre- decía socarronamente- cuando te casá’ hay que conquistarlo por acá- señalaba el bajo vientre,- depué’ acá,- y señalaba el estómago e’ dopo llegás acá y señalaba el corazón.
Ese era el camino ideal: sexo, estómago, corazón.
Donde quiera que estés nona Lucía, ¡gracias!…….Hace muchísimos, muchísimos años que… ¡aprendí a cocinar!

martes, 14 de septiembre de 2010

Memorias de personajes inolvidables II



Yo tuve en el liceo Manuel Rosé de la ciudad de Las Piedras, en la década del 60 del siglo pasado, cuando se dictó el primer Preparatorios Nocturno de Abogacía, un extraordinario profesor de Historia Nacional y Americana. Fue uno de los que más contribuyó para que yo fuera una lectora crítica. Su sabiduría no era puramente histórica sino de la vida y sus circunstancias. Si el tema era Artigas, lo único que nos faltaba era que el prócer abriera la puerta del salón, entrara a nuestra clase y nos saludara cordialmente, pero no con sus frases célebres sino con un fuerte apretón de manos. Todos escuchábamos al profesor con devoción, nadie faltaba a sus clases, porque además de ser imprescindibles para el conocimiento, eran de una atractiva amenidad.
Fue también, un parlamentario de verbo encendido e implacable, de propuesta nacionalizadora e integracionista, un periodista y ensayista estupendo con una vasta obra publicada. Pero hoy, no quiero rescatar al vivaz legislador/escritor que supo ser, sino al profesor que era, como decía Antonio Machado: “en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Sus clases eran muy amenas, porque “salpicaba” con anécdotas contadas con un pintoresco lenguaje de una gracia sin límites, los más intrincados temas históricos. No había Internet, pero él nos traía documentos que leía con su voz clara y sonora, para que asimiláramos el conocimiento desde las mismas fuentes. Así supimos que Hernandarias, para que los españoles no se siguieran amancebando con las indias, había escrito al rey pidiéndole que enviara a estas tierras a “las chicas sin remedio”- las imaginábamos feas y viejas- para casarlas acá con sus coterráneos. Nosotras-con sigilo- nos mirábamos las unas a las otras para tratar de ver en nuestras caras, a las “chicas sin remedio” que habrían sido nuestras antepasadas. También nos decía que “los ingleses hilaban fino” y así entendíamos-sencillamente- que cuando no se nos quedaban con una cosa se nos quedaban con otra. Como ya aprendimos con rigor, no fueron los únicos.
Vivía en Las Piedras, su ciudad natal, en una vieja casona, donde tenía una biblioteca descomunal, cuyos libros nos prestaba, generosamente, para preparar pruebas y exámenes. Su sistema era sencillo, tomaba sin vacilar el libro que solicitábamos del estante correspondiente, agarraba un cuadernito, anotaba nuestro nombre y dirección y nos lo prestaba. No sin antes, darnos explicaciones que eran estupendas clases extras.
Cuando supo que muchos de nosotros no íbamos a seguir Abogacía, sino Literatura- en mi caso- Historia – en otros- Nos dio una lista de autores uruguayos que debíamos leer para conocer bien nuestras letras y nuestra historia. Entre ellos estaba-lo recuerdo claramente- Felisberto Hernández.
Señalé que fue uno de los profesores que más contribuyó para que yo lograra llegar a ser una lectora crítica. Y así fue. A partir de sus enseñanzas aprendí que hay más de una biblioteca para juzgar los hechos históricos y que se necesita ampliar constantemente el nivel cultural para poder leer entrelíneas.
Cuando teníamos prueba escrita, él se paseaba entre los bancos, no para censurarnos, sino para brindarnos ayuda. Un día en una de esas pruebas, vio sobre mi mesa un ejemplar de “Facundo” de Faustino Domingo Sarmiento. Lo levantó y me dijo: -“Cuidado con lo que Sarmiento escribió acá”.
-“Es un libro que tengo que leer para Literatura”, le contesté.
-“Sí, sí, para literatura sí, pero desde el punto de vista histórico, no”- afirmó, dejándome atónita.
Siguió caminando por el pasillo. Antes de llegar a su escritorio, se dio vuelta y con su sonrisa bonachona me dijo:

“Mi hijo se llama Facundo”.

De él se han dicho hermosísimas expresiones, como ésta por ejemplo: “Sembrador de estrellas”.
Para mí fue un profesor magistral, uno de los que me enseñó a pensar.
Todos los que fuimos sus alumnos lo tenemos presente, y-en mi caso- escribir sobre este formador de personas, es una manera de rescatarlo y revivirlo.
Concluyo este “memorio”, del siempre recordado profesor Vivián Trías, con este emotivo fragmento de Eduardo Galeano:

“Yo soy uno de los muchos que lo mantendremos vivo a través de nuestra memoria y de nuestros actos. En el fondo de nuestros corazones latirá siempre la imagen de aquel hombre bueno y sabio que en la rueda del mate o café sabía contar, tiernamente, las pequeñas historias de su pueblo, Las Piedras, donde había nacido y amado hasta que vino la muerte y lo arrancó de nosotros. Muchos lo quisimos y no sólo en sus aciertos, lo que hubiera sido fácil, sino también en sus ingenuidades y en sus errores. Con nuestras piernas continuará caminando; y nuestro país de hombres libres redimirá su soledad”.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Personajes inolvidables I



Gracias a una red social me encontré con una compañera del mítico liceo Manuel Rosé, de Las Piedras. Desde esa lejana época-dorada a la distancia- no habíamos sabido nada la una de la otra. Miramos nuestros álbumes de fotos y comentamos que si nos hubiéramos visto en la calle, no habríamos llegado a reconocernos. De inmediato, empezamos una breve reconstrucción de la memoria: apellidos, nombres, amistades, ubicaciones. Además comentamos que en el liceo, no teníamos definido aún qué llegaríamos a ser “de grandes”.
Lo que yo tuve siempre muy claro, desde temprano, era lo que NO podía llegar a ser.
No podía estudiar nada que tuviera Matemáticas, por ejemplo, porque aunque nunca dudé con las tablas de multiplicar, que podía repetir y repito aún de memoria como un loro, los quebrados y alguna otra cosilla más complicadita como la regla de tres compuesta pudo llegar a enloquecerme.
Lo mío, de eso estaba segura, andaba por las letras, los idiomas, la historia, –preferentemente la nacional y americana, por adhesión al excelente profe- pero nunca jamás las otras ciencias.
A raíz del contacto con mi compañera liceal, recordé que el dibujo y las Artes Plásticas tampoco fueron mi fuerte.
Nunca logré pasar del mísero ranchito de techo torcido, y del arbolito al costado- sin raíces ni hojas siquiera- con un caminito serpenteante que se perdía al final de la hoja. Ni que hablar de la figura humana. Mis muñecotes podrían haber servido de modelo para Steven Spielberg y sus simpáticos marcianitos. Los jarrones, también torcidísimos, no obedecían a ninguna regla de oro ni nada que se le pareciera. Eso sí, las naturalezas me quedaban bien muertas. Totalmente muertas.
Y esto no fue así por falta de voluntad ni del profesor. Cuando uno es negado para algo, -eso lo supe después, cuando hice la especialización en Dificultades de Aprendizaje- mejor no insistir por ese lado. Hay que buscar el filón dorado en la inclinación propia. Siempre vamos a encontrar algo que podamos tomar como “nuestro”. La ayuda de los buenos docentes es esencial para lograr ese encuentro entre las habilidades que todos tenemos y el futuro que se puede tejer en torno a ellas.
A esos seres singulares, los recordamos con afecto. Algunos, incluso, nos “marcaron”, con unas pocas palabras que nos sirvieron para seguir adelante en la vida.
Fue el caso de mi profesor de dibujo en el liceo, el pintor Dumas Oroño.


Lo recuerdo, en los inviernos pedrenses, con su boina y su grueso sacón azul, mirando mis dibujos y mi cara-alternativamente- con total consternación.
Era tan buena persona que jamás me puso en el carné estudiantil esa horrorosa frase hecha que se le pone a los burros rematados:
“Se aprecia esfuerzo. Persevere”. Porque él sabía que yo hacía todo lo posible por darle algún vuelo a mis mamarrachos, pero mi chatura artística era de tal magnitud que no se resolvía con “perseverancia”.
-“No es lo tuyo el dibujo, Segovia”,- me dijo un día, con su vozarrón, mientras corregía con sus trazos seguros mis adefesios.
-“No”-me animé a contestarle-, el dibujo no es lo mío, a mí me gusta… la literatura”… agregué tímidamente.
- “¡Ah, muy bien! Entonces, en el futuro, vas a pintar con palabras”, me contestó.
Milagrosamente, ese mensaje me dejó una agradable sensación que no me abandonó jamás.
Por eso, hoy quise evocar la innegable calidad humana de Don Dumas Oroño.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Casuales casualidades II


Dije anteriormente que me había establecido tres propósitos: divulgar a Felis, concluir los estudios y dedicarme-cuando me fuera posible- a la enseñanza de la Literatura.

Lo primero lo hice siempre. Cuando salieron las nuevas ediciones de sus cuentos y novelas, yo las compraba para regalar. Una colega que se fue a perfeccionar estudios en Estados Unidos, hizo su tesis doctoral sobre Felisberto Hernández. También obtuve mi tan ansiado y perseguido título de Licenciada en Letras. Y por último, “enseñé” Literatura- aunque en realidad, nunca creí que la literatura se pudiera “enseñar”; más bien siempre pensé que se puede y debe “divulgar”- por eso traté siempre de ser una “facilitadora”, “acercadora” de textos, jamás una “censora”.

El título obtenido me brindó otras posibilidades, dejé todas las ocupaciones administrativas, y empecé a dar clases en varios liceos en las horas de la mañana. Me quedaba tiempo para hacer las tareas domésticas, para preparar, para corregir, para leer, para escuchar radio. Lo que no tenía era plata, pero sí tiempo. En la radio, escuchaba un programa vespertino que emitía la Sarandí. Mi predilecto era Jorge “Cuque” Sclavo, que hacía unas humoradas increíbles sobre las peripecias de la vida cotidiana.
Como la disponibilidad económica era poco y nada, procuraba comprar libros accesibles, como los que publicaba Banda Oriental en su colección de “Lectores”. Así llegué a Las Crónicas de “El Hachero”, Julio César Puppo, con prólogo-“casuales casualidades”,- de Jorge “Cuque” Sclavo. Por otra “casual-casualidad”, supe que había conocido personalmente a Felisberto Hernández con quien fue compañero de trabajo en La Imprenta Nacional. Ese conocimiento personal y su increíble parecido con Robert Redford hicieron que empezara a buscar sus libros para conocerlo más. Muchas veces, en su espacio radial se refería Felis con una admiración tan grande como la que manifestaba por El Hachero.
Felis, Cuque y El Hachero, se “conectaron” así, entonces, mágicamente. Siguen siendo autores que leo y releo con gusto.
El cuento “El cocodrilo” de Felis es magistral. Tuve alumnos que crearon dibujos muy acertados, basados en las circunstancias que más les atrajeron. Tiene ese humor desencantado que hace sonreír pero al mismo tiempo, nos deja pensando, porque- como dice el protagonista-: “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”


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lunes, 23 de agosto de 2010

"Memorios" de la docencia


Ser docente es una experiencia única, supongo que tan única como ser madre. Lo segundo no lo fui “biológicamente” pero sí espiritualmente porque cuando yo tenía quince años nació mi hermana pequeña y cambió toda mi vida adolescente. Será motivo de otra entrega, ya verán.
Conservo muchos documentos de mis trastabillantes primeros pasos como profesora. En la primera inspección docente obtuve 63 puntos sobre 100. La opinión de la Inspectora, que data del 16 de julio de 1982, decía: “La Profesora Segovia está en los inicios de su carrera docente, es fina e inteligente; la experiencia del aula la ayudará a lograr una enseñanza efectiva”. No sé cómo hizo para darse cuenta de mi supuesta “finura e inteligencia” en apenas 40 minutos de observación y no más de diez de conversación distraída. En la siguiente inspección, en otro liceo, la opinión fue la siguiente: “La profesora está dotada para desempeñar con un nivel destacado su labor. La experiencia afinará sus naturales aptitudes. El tema de hoy, rico en sutiles dificultades, fue comentado con responsabilidad a través de aportes culturales y conceptuales, pero marginada la emoción poética”. Juicio numérico 75/100; un poco mejor que 63/100. ¿Verdad? Les aseguro que lo único que me faltó ese día para crear la requerida “emoción poética” fue tirarme al piso mientras comentaba y declamaba “A Francisca” de Rubén Darío. ¿Se acuerdan de aquello de que tenía que escribir como para que me lo entendiera el lechero? También acá se trataba de cumplir con parámetros que no eran los míos. Nunca lo logré. Felizmente en 1986 me ofrecieron hacer una suplencia de un año,- la profesora titular se iba a Estados Unidos a cursar una maestría- en un liceo con programa norteamericano y de contexto internacional. “Alicia en el país de las maravillas” no se hubiera asombrado tanto como yo al principio. En primer lugar tenía mi propio salón de clases. ¡Sí, señores, MI salón de clases! Era muy pequeño pero era “mío” en el sentido de que podía decorarlo y hacerlo tan acogedor como pudiera. Eran los alumnos los que iban a diferentes clases según los requerimientos de sus estudios. Esa fue la primera sorpresa. Otra situación que recuerdo que me impresionó muchísimo en los primeros días, fue la “Spirit Week” traducida: “La semana del Espíritu”. Cada uno de los días de una semana determinada se debía ir vestido-obviamente si se quería participar- con determinado “atuendo” “marcado” previamente por el Consejo Estudiantil. El último día correspondía ir vestido de azul y blanco- los colores distintivos del colegio. Yo me adherí de inmediato a la aventura. Aquí me tienen vestida de hincha peñarolense. Lo malo del asunto es que por una broma del profesor de Fotografía, aparecí en el anuario con una leyenda que decía “Arriba Nacional”.

jueves, 12 de agosto de 2010

Casuales casualidades: El caballito perdido


Esta foto en el sulky-como se llamaba en la época- me trajo recuerdos imborrables. Me la tomaron en la vereda de la calle Cerro Largo, enfrente a lo que hoy es el Palacio Peñarol. Las sombras que se ven de telón de fondo, eran casas que fueron demolidas para construir el edificio. Yo tenía cuatro años, mi caballito había sido un regalo de mi madrina y a mí me encantaba. Iban a pasar muchos años para que llegara a leer absolutamente embobada, “El caballo perdido” de Felisberto Hernández. Éste fue el mío y ahora me permite comenzar a hilar mis recuerdos.

Yo me quedé en el duro “insilio” .Estudiar durante la época de la dictadura uruguaya no fue fácil. Además del terror de andar de noche por las calles, estaba el drama de “rendir” los extenuantes exámenes. En el año 1979, me faltaban pocas materias. De las académicas una era Literatura Uruguaya, con un programón capaz de desalentar al más entusiasta. La Licenciatura no concluía con ella pero al menos me podía sacar esa obligatoria, para luego pasar a las prácticas docentes y preparar algunas pedagógicas que también tenía pendientes. Una carrera de cuatro o cinco años, me llevó algunos más, porque-obligada por las circunstancias- tuve que trabajar en una actividad que no tenía nada que ver con las letras.
Literatura Uruguaya era una materia reglamentada, podía preparar y rendir un examen, pero lamentablemente, mi profesor-cosa muy común en la época- había sido destituido del último lugar de trabajo que le quedaba. Se llamaba Juan Freifogl y era un gordito bueno. Probablemente se había opuesto al régimen imperante y lo borraron, primero de los puestos oficiales, y luego de los privados. No lo volví a ver nunca más. Siempre me quedó ese sentimiento desgraciado de no haberle podido decir, sinceramente, que había sido muy bueno, que nos había dado montones de ideas para seguir adelante, y que sus alumnos de esa difícil época, lo habíamos querido mucho. Ese año, no di el examen reglamentado.
Justamente, -casual, casualidad- el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras- el viejo IFICLE, lugar donde estudiaba-hizo un seminario sobre Felisberto Hernández, y de esa manera, me acerqué a un autor uruguayo que en ese momento era casi prácticamente desconocido.
Por un libro que escribió Nora Giraldi, supe que Felisberto Hernández había vivido en la misma calle que yo: Petain; y que una simpática vecina conocida en el barrio por “Doña Ronga” era su hermana. Le pedí al arquitecto Óscar Barrios, que me la presentara. Barrios era el constructor y propietario del apartamentito que alquilábamos de recién casados, pero más que un propietario era un amigo singular. Su familia también era amiguera. Cuando ahora, viviendo en la pituca y ruidosa Punta Carretas, veo a los vecinos de enfrente sacar orgullosamente sus “cuatro por cuatro” sin siquiera mirarme ni saludarme, me acuerdo melancólicamente de mis idolatrados Barrios.
Por medio de mi querido Don Oscar, conocí a Deolinda Hernández y a su casita “Laboremus”. Deolinda me prestó todos sus libros, por lo tanto, leí a Felisberto de punta a punta. Además, tuve una información testimonial de primera mano.
Pero yo había quedado “huérfana de profesor de Literatura Uruguaya”, por eso, le pedí ayuda a mi profesor de Didáctica, Roger Mirza, puesto que, obligada por los cambios en el Instituto, la opción que me quedó para aprobar la materia académica pendiente, fue la de preparar un trabajo monográfico.
Lo presenté el 29 de diciembre de 1980. Me tocó una mesa examinadora, donde-lamentablemente para mí- Mirza no fue convocado como miembro integrante. Los tiempos eran caóticos también en el Instituto y mi apreciado gordito Juan había sido sustituido por una víbora maldita que no sabía ni dónde estaba parada, pero que- por supuesto- disfrutaba mucho de su nueva condición de “profesora universitaria”. Los otros dos miembros del tribunal, eran también recién llegados. Obviamente, no habían visto mis borradores, ni conocían nada de las peripecias del proyecto. Aplacé de cabeza. Para mí fue una experiencia muy negativa. Pocas veces había sido reprobada en mi vida de estudiante, y cuando lo fui, esas circunstancias me dejaron recuerdos imborrables. En este caso, particularmente, lo consideré una reverenda injusticia, ya que la tesina había sido controlada por un profesor competente. Yo había leído todo lo que había publicado Felisberto Hernández, gracias a los préstamos de Deolinda Hernández, y a partir de esa lectura, me pareció que por su condición de concertista y de escritor el “objeto piano” debía tener su propia relevancia. Por eso, me dediqué a ver cómo se transformaba en la obra, en virtud de los avatares del protagonista. Logré-con una alegría difícil de describir- darme cuenta de las transformaciones que se operaban en el piano felisbertiano de acuerdo a las peripecias del protagonista, y escribí con entusiasmo sobre esas comprobaciones, pero mi trabajo no fue entendido. Es más que seguro que los integrantes de la mesa no habían leído todo lo que había leído yo, y por lo tanto, les faltaba información. Recuerdo que la gorda infame me dijo al final:
-Mirá, lo mejor que podés hacer es analizarte un cuentito y escribir el comentario como para que te lo entienda el lechero.
Quedé muy triste pero trabajé de nuevo con la ayuda de Mirza -todo el verano- y en el siguiente período de febrero lo aprobé con calificación 4/6.
Los estudiantes que habían seguido el consejo de comentar “un cuentito y escribirlo como para que lo entendiera el lechero”, aprobaron 6/6.
Otra arista felisbertiana: nunca logré publicar la tesina. Pasaron más de treinta años. La modifiqué un montón de veces de acuerdo a otros tantos parámetros exigidos, pero no tuve suerte. Prácticamente esa circunstancia me hizo sentir en carne propia la angustia de Felis, recorriendo los pueblos del interior, parándose en los mostradores de los clubes, preguntando por alguien que tuviera interés en financiar sus conciertos, y yo a su lado, buscando denodadamente quien quisiera darme una mano para la publicación de mi trabajo.

Desde ese momento, me prometí tres cosas: que divulgaría a Felisberto, que sería Licenciada en Letras- contra viento y marea- , y que enseñaría Literatura, evitando concienzudamente ser una hija de puta.

Continuará

martes, 10 de agosto de 2010

Principio quieren las cosas


A partir de este título que mis compañeras de camino han clasificado de “cortazariano” iniciamos la aventura de este blog.
La idea que nos une es la de llevar a cabo una recopilación de nuestras memorias y también de ficciones que teníamos guardadas en antiguos cajones esperando poder salir a la luz.
El título quizás pueda sentirse como cortazariano por aquel de “Poemas y meopas” que fue famoso. En realidad pienso que al salirse de la normalidad de género y número nos permitirá escribir de lo que se nos ocurra con la libertad del que emprende un viaje a territorios desconocidos.
Nunca podremos decir que habrá una verdad absoluta, quizás sí verosimilitud, es decir, “algo parecido a la verdad”. Como ya se sabe, toda historia pasa por un tamiz subjetivo y por eso permite verse desde distintos ángulos o puntos de vista. Comprenderán que nuestros espíritus de cronopios nos llevarán por rutas de la memoria que no van a seguir un orden cronológico, y, probablemente, tampoco un orden lógico. De todas maneras procuraremos dejarles unos guijarros de guía en el itinerario.

¡Hasta pronto!