María de Buenos Aires

lunes, 27 de septiembre de 2010

Mi abuela postiza: la nona Lucía



Mis compañeras sacaron de la memoria recuerdos familiares, la abuela Rosa, la infancia, la educación sexual. Yo tengo más recuerdos recuperados sobre las casuales casualidades, Felisberto, Jorge Cuque Sclavo, El Hachero, mis profes…. Pero hoy, voy a tomar por un sendero similar al de ellas. No puedo emular a Malu porque yo conocí a una sola abuela, la madre de mi padre, y no me quedaron fotos de ella, y de la abuela materna hubo alguna vez una foto, pero se perdió en las mudanzas. Por eso, este fragmento de memorios se va a nutrir de otra manera.

Hace unos días. Haciendo mandados por el barrio, encontré unas fotos tiradas en la calle. Evidentemente, habían estado en portarretratos porque lucían un aspecto antiguo pero no totalmente descuidado. Probablemente algún hurgador les sacó los marcos y desechó las imágenes.
Me dio pena encontrarlas así, tan desvalidas, sin nadie que las exhibiera orgullosamente en las casas. Por eso, decidí escribir este memorio decorándolo con una de las imágenes. Como yo no conocí a mi abuela materna, supongamos que esta señora desconocida representa a mi abuela postiza, la madre de mi madrina, de quien tampoco tengo fotos, pero sí muchos recuerdos gratos.

La nona Lucía era italiana y había venido al país con su esposo Stefano.
Stefano vivió en Uruguay trabajando día y noche, como solían hacerlo los emigrantes, pero un día, lamentablemente, tuvo un infarto y Lucía quedó sola con una numerosa prole para criar. Los hijos varones más grandes salieron a muy temprana edad a trabajar de canillitas-vendedores de diarios- y ella quedó a cargo de un hotel de emigrantes o sea lo que se llamaba en la época, una pensión, con los más chicos y las niñas. En total eran nueve. Muchos de los varones fueron músicos. A las hijas las fue casando una a una, en lo posible con otros tanos o hijos de tanos. Su política con las hijas mujeres era muy clara; cuando algún “gavilán” se acercaba a alguna dando vueltas en una ronda que se llamaba “dragoneo” la que salía a la puerta era la abuela Lucía que entablaba un diálogo más o menos así, según lo que ella misma contaba:
-¿Osté de dónde e’?
Ahí el pescado “in fraganti” declaraba, de tal o cual lugar. Si era italiano, mejor.
¿Y qué hace todo’lo día por acá?
Otra vez, el pobre contestaba, que le gustaba tal o cual de las muchachas etc. Apenas tenía el nombre de la cortejada la llamaba a la puerta y les decía a los dos:
-Buono- ahora osté’ viene lo’ día’, marte’, jueve’ e sábado; de 9 a 10; por un tiempo…… Depué’ la bambina se prepara pa’ casarse. Nada de calentá siya por mucho tiempo … ¿Capishe?
Así me relataba cómo había hecho para casar a “las muchachas”. Obviamente, para que ninguna de ellas apareciera con ninguna “sorpresa” antes del casorio, realizaba una cobertura de vigilancia que ya la quisiera tener actualmente el Ministro del Interior.
Sus consejos eran también sumamente prácticos, y no tenía ningún reparo en dármelos.
-¿Vo tené algún dragón? Me preguntaba cuando yo andaba por los trece o catorce años.
-Va bene. Vo, de acá pa’ rriba decá que toque nomá –señalaba la zona del pecho…..- pero de acá pa’bajo ¡nada! Decía enérgicamente señalando las adyacencias del vientre, mientras yo me ponía de todos colores.
- Depué’ que se case. ¿Oíte? Depué’ que se case,-figlia mia- enfatizaba- que toque todo lo que quiera ante’ ¡No! y largaba una carcajada sonora.
-“Niente, niente, niente” ante’ de casarse ¡no! Era la consigna.
Otro consejo- que tenía un tono similar – a su peculiar modo, claro, se refería a la conquista del hombre. Más bien al “hacerse querer” que es al fin y al cabo, lo que una más aprecia en la vida.
Al hombre- decía socarronamente- cuando te casá’ hay que conquistarlo por acá- señalaba el bajo vientre,- depué’ acá,- y señalaba el estómago e’ dopo llegás acá y señalaba el corazón.
Ese era el camino ideal: sexo, estómago, corazón.
Donde quiera que estés nona Lucía, ¡gracias!…….Hace muchísimos, muchísimos años que… ¡aprendí a cocinar!

martes, 14 de septiembre de 2010

Memorias de personajes inolvidables II



Yo tuve en el liceo Manuel Rosé de la ciudad de Las Piedras, en la década del 60 del siglo pasado, cuando se dictó el primer Preparatorios Nocturno de Abogacía, un extraordinario profesor de Historia Nacional y Americana. Fue uno de los que más contribuyó para que yo fuera una lectora crítica. Su sabiduría no era puramente histórica sino de la vida y sus circunstancias. Si el tema era Artigas, lo único que nos faltaba era que el prócer abriera la puerta del salón, entrara a nuestra clase y nos saludara cordialmente, pero no con sus frases célebres sino con un fuerte apretón de manos. Todos escuchábamos al profesor con devoción, nadie faltaba a sus clases, porque además de ser imprescindibles para el conocimiento, eran de una atractiva amenidad.
Fue también, un parlamentario de verbo encendido e implacable, de propuesta nacionalizadora e integracionista, un periodista y ensayista estupendo con una vasta obra publicada. Pero hoy, no quiero rescatar al vivaz legislador/escritor que supo ser, sino al profesor que era, como decía Antonio Machado: “en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Sus clases eran muy amenas, porque “salpicaba” con anécdotas contadas con un pintoresco lenguaje de una gracia sin límites, los más intrincados temas históricos. No había Internet, pero él nos traía documentos que leía con su voz clara y sonora, para que asimiláramos el conocimiento desde las mismas fuentes. Así supimos que Hernandarias, para que los españoles no se siguieran amancebando con las indias, había escrito al rey pidiéndole que enviara a estas tierras a “las chicas sin remedio”- las imaginábamos feas y viejas- para casarlas acá con sus coterráneos. Nosotras-con sigilo- nos mirábamos las unas a las otras para tratar de ver en nuestras caras, a las “chicas sin remedio” que habrían sido nuestras antepasadas. También nos decía que “los ingleses hilaban fino” y así entendíamos-sencillamente- que cuando no se nos quedaban con una cosa se nos quedaban con otra. Como ya aprendimos con rigor, no fueron los únicos.
Vivía en Las Piedras, su ciudad natal, en una vieja casona, donde tenía una biblioteca descomunal, cuyos libros nos prestaba, generosamente, para preparar pruebas y exámenes. Su sistema era sencillo, tomaba sin vacilar el libro que solicitábamos del estante correspondiente, agarraba un cuadernito, anotaba nuestro nombre y dirección y nos lo prestaba. No sin antes, darnos explicaciones que eran estupendas clases extras.
Cuando supo que muchos de nosotros no íbamos a seguir Abogacía, sino Literatura- en mi caso- Historia – en otros- Nos dio una lista de autores uruguayos que debíamos leer para conocer bien nuestras letras y nuestra historia. Entre ellos estaba-lo recuerdo claramente- Felisberto Hernández.
Señalé que fue uno de los profesores que más contribuyó para que yo lograra llegar a ser una lectora crítica. Y así fue. A partir de sus enseñanzas aprendí que hay más de una biblioteca para juzgar los hechos históricos y que se necesita ampliar constantemente el nivel cultural para poder leer entrelíneas.
Cuando teníamos prueba escrita, él se paseaba entre los bancos, no para censurarnos, sino para brindarnos ayuda. Un día en una de esas pruebas, vio sobre mi mesa un ejemplar de “Facundo” de Faustino Domingo Sarmiento. Lo levantó y me dijo: -“Cuidado con lo que Sarmiento escribió acá”.
-“Es un libro que tengo que leer para Literatura”, le contesté.
-“Sí, sí, para literatura sí, pero desde el punto de vista histórico, no”- afirmó, dejándome atónita.
Siguió caminando por el pasillo. Antes de llegar a su escritorio, se dio vuelta y con su sonrisa bonachona me dijo:

“Mi hijo se llama Facundo”.

De él se han dicho hermosísimas expresiones, como ésta por ejemplo: “Sembrador de estrellas”.
Para mí fue un profesor magistral, uno de los que me enseñó a pensar.
Todos los que fuimos sus alumnos lo tenemos presente, y-en mi caso- escribir sobre este formador de personas, es una manera de rescatarlo y revivirlo.
Concluyo este “memorio”, del siempre recordado profesor Vivián Trías, con este emotivo fragmento de Eduardo Galeano:

“Yo soy uno de los muchos que lo mantendremos vivo a través de nuestra memoria y de nuestros actos. En el fondo de nuestros corazones latirá siempre la imagen de aquel hombre bueno y sabio que en la rueda del mate o café sabía contar, tiernamente, las pequeñas historias de su pueblo, Las Piedras, donde había nacido y amado hasta que vino la muerte y lo arrancó de nosotros. Muchos lo quisimos y no sólo en sus aciertos, lo que hubiera sido fácil, sino también en sus ingenuidades y en sus errores. Con nuestras piernas continuará caminando; y nuestro país de hombres libres redimirá su soledad”.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Personajes inolvidables I



Gracias a una red social me encontré con una compañera del mítico liceo Manuel Rosé, de Las Piedras. Desde esa lejana época-dorada a la distancia- no habíamos sabido nada la una de la otra. Miramos nuestros álbumes de fotos y comentamos que si nos hubiéramos visto en la calle, no habríamos llegado a reconocernos. De inmediato, empezamos una breve reconstrucción de la memoria: apellidos, nombres, amistades, ubicaciones. Además comentamos que en el liceo, no teníamos definido aún qué llegaríamos a ser “de grandes”.
Lo que yo tuve siempre muy claro, desde temprano, era lo que NO podía llegar a ser.
No podía estudiar nada que tuviera Matemáticas, por ejemplo, porque aunque nunca dudé con las tablas de multiplicar, que podía repetir y repito aún de memoria como un loro, los quebrados y alguna otra cosilla más complicadita como la regla de tres compuesta pudo llegar a enloquecerme.
Lo mío, de eso estaba segura, andaba por las letras, los idiomas, la historia, –preferentemente la nacional y americana, por adhesión al excelente profe- pero nunca jamás las otras ciencias.
A raíz del contacto con mi compañera liceal, recordé que el dibujo y las Artes Plásticas tampoco fueron mi fuerte.
Nunca logré pasar del mísero ranchito de techo torcido, y del arbolito al costado- sin raíces ni hojas siquiera- con un caminito serpenteante que se perdía al final de la hoja. Ni que hablar de la figura humana. Mis muñecotes podrían haber servido de modelo para Steven Spielberg y sus simpáticos marcianitos. Los jarrones, también torcidísimos, no obedecían a ninguna regla de oro ni nada que se le pareciera. Eso sí, las naturalezas me quedaban bien muertas. Totalmente muertas.
Y esto no fue así por falta de voluntad ni del profesor. Cuando uno es negado para algo, -eso lo supe después, cuando hice la especialización en Dificultades de Aprendizaje- mejor no insistir por ese lado. Hay que buscar el filón dorado en la inclinación propia. Siempre vamos a encontrar algo que podamos tomar como “nuestro”. La ayuda de los buenos docentes es esencial para lograr ese encuentro entre las habilidades que todos tenemos y el futuro que se puede tejer en torno a ellas.
A esos seres singulares, los recordamos con afecto. Algunos, incluso, nos “marcaron”, con unas pocas palabras que nos sirvieron para seguir adelante en la vida.
Fue el caso de mi profesor de dibujo en el liceo, el pintor Dumas Oroño.


Lo recuerdo, en los inviernos pedrenses, con su boina y su grueso sacón azul, mirando mis dibujos y mi cara-alternativamente- con total consternación.
Era tan buena persona que jamás me puso en el carné estudiantil esa horrorosa frase hecha que se le pone a los burros rematados:
“Se aprecia esfuerzo. Persevere”. Porque él sabía que yo hacía todo lo posible por darle algún vuelo a mis mamarrachos, pero mi chatura artística era de tal magnitud que no se resolvía con “perseverancia”.
-“No es lo tuyo el dibujo, Segovia”,- me dijo un día, con su vozarrón, mientras corregía con sus trazos seguros mis adefesios.
-“No”-me animé a contestarle-, el dibujo no es lo mío, a mí me gusta… la literatura”… agregué tímidamente.
- “¡Ah, muy bien! Entonces, en el futuro, vas a pintar con palabras”, me contestó.
Milagrosamente, ese mensaje me dejó una agradable sensación que no me abandonó jamás.
Por eso, hoy quise evocar la innegable calidad humana de Don Dumas Oroño.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Casuales casualidades II


Dije anteriormente que me había establecido tres propósitos: divulgar a Felis, concluir los estudios y dedicarme-cuando me fuera posible- a la enseñanza de la Literatura.

Lo primero lo hice siempre. Cuando salieron las nuevas ediciones de sus cuentos y novelas, yo las compraba para regalar. Una colega que se fue a perfeccionar estudios en Estados Unidos, hizo su tesis doctoral sobre Felisberto Hernández. También obtuve mi tan ansiado y perseguido título de Licenciada en Letras. Y por último, “enseñé” Literatura- aunque en realidad, nunca creí que la literatura se pudiera “enseñar”; más bien siempre pensé que se puede y debe “divulgar”- por eso traté siempre de ser una “facilitadora”, “acercadora” de textos, jamás una “censora”.

El título obtenido me brindó otras posibilidades, dejé todas las ocupaciones administrativas, y empecé a dar clases en varios liceos en las horas de la mañana. Me quedaba tiempo para hacer las tareas domésticas, para preparar, para corregir, para leer, para escuchar radio. Lo que no tenía era plata, pero sí tiempo. En la radio, escuchaba un programa vespertino que emitía la Sarandí. Mi predilecto era Jorge “Cuque” Sclavo, que hacía unas humoradas increíbles sobre las peripecias de la vida cotidiana.
Como la disponibilidad económica era poco y nada, procuraba comprar libros accesibles, como los que publicaba Banda Oriental en su colección de “Lectores”. Así llegué a Las Crónicas de “El Hachero”, Julio César Puppo, con prólogo-“casuales casualidades”,- de Jorge “Cuque” Sclavo. Por otra “casual-casualidad”, supe que había conocido personalmente a Felisberto Hernández con quien fue compañero de trabajo en La Imprenta Nacional. Ese conocimiento personal y su increíble parecido con Robert Redford hicieron que empezara a buscar sus libros para conocerlo más. Muchas veces, en su espacio radial se refería Felis con una admiración tan grande como la que manifestaba por El Hachero.
Felis, Cuque y El Hachero, se “conectaron” así, entonces, mágicamente. Siguen siendo autores que leo y releo con gusto.
El cuento “El cocodrilo” de Felis es magistral. Tuve alumnos que crearon dibujos muy acertados, basados en las circunstancias que más les atrajeron. Tiene ese humor desencantado que hace sonreír pero al mismo tiempo, nos deja pensando, porque- como dice el protagonista-: “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”


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